La mejor puesta de sol se disfruta desde este parque de Madrid
Muchos rincones de Madrid son aptos para observar el atardecer, aunque hay un parque que se ha convertido en el favorito de muchos madrileños y foráneos.
Llega el buen tiempo, los días se alargan, la carga de trabajo disminuye, se acaban las clases... Comienza la época perfecta para terminar la tarde mirando al cielo, que se pinta de tonos anaranjados, rosáceos y amarillentos y el sol parece una bola de fuego. Aún no aparece en los diccionarios oficiales, pero ya existe una denominación para ese "amor o pasión por los atardeceres": opacarofilia.
Aunque es un fenómeno que poco tiene de extraordinario, cuenta con aficionados día tras día. El mundo está repleto de lugares desde donde disfrutar de unos atardeceres impresionantes, ligeramente diferentes cada tarde. España es un país que cuenta con el privilegio de vestir su cielo de naranja tras unos paisajes increíbles, ya sea desde la playa, la montaña o la gran ciudad.
Atardecer en Madrid
A veces, tras un largo paseo por Madrid, lo único que se busca es un lugar donde sentarse tranquilamente para observar el tan laureado espectáculo de la naturaleza. Muchos hablan del Templo de Debod, El Retiro, azoteas como la del Círculo de Bellas Artes, Madrid Río o Casa de Campo. Sin embargo, el barrio de Numancia en Puente de Vallecas esconde un parque que ha ganado popularidad en los últimos años.
Hablamos del Cerro del Tío Pío, también llamado el Parque de las Siete Tetas por sus verdes montículos que a algunos se les asemeja a senos. Desde cualquiera de sus laderas se ven Torrespaña (El Pirulí), las Cinco Torres, los edificios clásicos madrileños e incluso la montaña de la sierra. Además, el parque tiene mirador, equipamientos deportivos, zonas infantiles, carril bici y quiosco con terraza.
La historia del Tío Pío
Esas colinas desde donde algunas personas también organizan picnics están muy alejadas de ser naturales. El nombre original, Cerro del Tío Pío, se toma de un hombre real que se vio obligado a trasladar su residencia de Ávila a Madrid a principios del siglo XX. Llegó a la antigua Vallecas y construyó una pequeña casa para él y su familia.
Con el tiempo se fueron instalando otras personas creando un poblado improvisado. Aquellas casas bajas se demolieron unos años después, reubicando a sus habitantes en las torres cercanas. Los escombros que quedaron se cubrieron con una capa de hierba y acabaron formando los montículos en los que hoy cientos de madrileños charlan, comen, sacan fotografías, tienen citas y disfrutan del atardecer.
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