El dios que uno imagina, una columna de Sergio del Molino

"Con estas condiciones no es extraño que las masas que hacen cola para entrar en el Panteón no se animen a inundar la basílica vecina"

Ilustración para la columna de Sergio del Molino.
Ilustración para la columna de Sergio del Molino. / Raquel Marín

Junto al Panteón, en el cogollo de Roma, hay una basílica rara ante la que no pocos turistas pasan de largo. Se llama Santa Maria sopra Minerva —por lo que contiene en su nombre toda la Roma pagana y cristiana, dejando claro cuál de las dos prevalece— y es una de las poquísimas muestras de arquitectura gótica de la ciudad. El gótico, dominante en toda la Europa cristiana, no existe en la capital de la cristiandad, y los escasos restos que quedan son eclécticos y muy poco canónicos. Santa Maria sopra Minerva es gótica a su manera, no se parece a Notre Dame ni a Burgos. Es una construcción más chata que aguda y está pintada de blanco por fuera, con un ábside invisible desde la calle y tres de sus lados empotrados en los edificios anejos. Incluso la entrada es complicada: aunque una de sus puertas se abre a la concurridísima Piazza della Minerva, está casi siempre cerrada.

El visitante interesado tiene que dar toda la vuelta por un laberinto de callejas, siguiendo unas indicaciones confusas y desganadas (a la romana, vaya) que le pueden llevar a la perdición y al desistimiento. La primera vez que lo intenté no la encontré y acabé tomándome un gelato en la vía del Seminario, harto de pistas falsas. Pero conviene persistir y seguir el rastro del instinto: aunque la curia no lo ponga fácil, merece la pena explorar la zona hasta encontrar la puerta.

De momento, Santa Maria sopra Minerva es un reducto de paz en el corazón de una ciudad que no conoce la soledad ni el respiro.

Con estas condiciones no es extraño que las masas que hacen cola para entrar en el Panteón no se animen a inundar la basílica vecina, por lo que hay que agradecer a la administración vaticana su desidia e incompetencia. El día que se pongan eficaces y señalicen las puertas, no se va a caber. De momento, Santa Maria sopra Minerva es un reducto de paz en el corazón de una ciudad que no conoce la soledad ni el respiro. A mí me encanta sentarme en sus bancos un rato, entre las tinieblas góticas (es la única iglesia gótica tenebrista que conozco), y fingirme un turista de los del Grand Tour, cuando solo viajaban los señoritos ingleses y Stendhal.

Dentro, lo más alucinante es un Cristo de Miguel Ángel. Al lado del Moisés, del David o de la Piedad, parece un Miguel Ángel menor (¿hay miguelángeles menores?), pero a mí me tiene ganado por su chulería y narcisismo. Es un Cristo al pie del Calvario, apoyado en la cruz que se dispone a cargar cuesta arriba. La ortodoxia evangélica sugiere que Jesús debería mostrar alguna humildad en esa escena. Es un momento terrible y trágico, el comienzo de su deshumanización, pero Miguel Ángel ha decidido retratarlo achulapado. Ese Cristo es un joven romano de su época, un tío guapo y fibroso que se apoya en la cruz como un protagonista de West Side Story lo haría en una farola, y nos contempla desafiante y socarrón. A mí me dan ganas de pedirle fuego o de preguntarle qué hace un Cristo como él en una iglesia como esa. 

La escultura prueba que los católicos siempre han hecho con Cristo lo que les ha dado la gana. Seguramente, en manos de un artista ateo, aquello sería una blasfemia, pero lo blasfemo aquí es dudar de la fe y la devoción de Miguel Ángel. En esa basílica, en el corazón de la ortodoxia papal en la ciudad santa, uno entiende que cada creyente le reza al dios que se imagina y casi nunca al que le imponen. 

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